Teoría Primal y Psicoterapia
Introducción
Este trabajo trata, en lo fundamental, de ciertas experiencias que todos, en mayor o menor medida, hemos atravesado en nuestra infancia y niñez, las etapas más relevantes y determinantes en el proceso de nuestro crecimiento como organismos vivos y como seres humanos. Debido a ello, trata también de aquello que tiende a ser lo más doloroso de desvelar en un proceso psicoterapéutico, aquello que en nuestra vida cotidiana preferimos negar, rechazar y reprimir, aún cuando de ese modo permitimos que una de las partes más abandonadas y heridas de nuestra personalidad maneje los aspectos más importantes de nuestra existencia a nuestras espaldas, sin que nuestra consciencia repare en ello. Me refiero, evidentemente, a las experiencias traumáticas que vivió el niño que alguna vez fuimos mientras se desarrollaba, ese niño que aún sigue habitándonos, y que la mayor parte del tiempo se encuentra asustado, escondido en algún rincón oscuro de nuestra psique.
Todas estas experiencias pertenecen a lo que llamaremos, en este contexto, el ámbito de las vivencias primales. Este ámbito experiencial comprende toda vivencia o grupo de vivencias infantiles originales que nos haya afectado directamente, de manera dolorosa, traumática y significativa, en el período comprendido entre los inicios de nuestra vida prenatal y el transcurso de los primeros doce años de nuestra historia postnatal, como límites aproximados. Cualquier experiencia, posterior a esta etapa, que pueda ser entendida como el revivir o la re-actuación [acting-out] de alguna vivencia primal, sea en una situación terapéutica o bien en el curso de las relaciones interpersonales en las cuales vivimos insertos, pertenece también al dominio experiencial que hemos definido.
El contexto
Después de un tiempo prolongado de descuido respecto de la significación decisiva del ámbito de las vivencias primales para la vida, el desarrollo y el bienestar del ser humano, la cultura occidental parece estar tomando cada vez más consciencia de este delicado asunto. Esta apertura en nuestra psique colectiva se ve reflejada en y a la vez impulsada por las siguientes circunstancias históricas y sociales: (1) el reconocimiento creciente de la realidad y el alcance del abuso infantil y la negligencia; (2) el continuo incremento de la cantidad de las actividades extrafamiliares de los padres (p. ej. la inserción masiva de la mujer en el mundo laboral), que ha precipitado la necesidad de volver a evaluar las formas más adecuadas que debe asumir la crianza de los niños; (3) la gran incidencia del divorcio, la consiguiente conformación de familias uniparentales y las diferentes consecuencias que se derivan de estos fenómenos para los hijos; (4) la búsqueda de sentido, la revaloración postmoderna de la subjetividad y el redescubrimiento de la espiritualidad; (5) el impresionante florecimiento del llamado «movimiento de recuperación», a través de los grupos de autoayuda, en un principio difundidos para alcohólicos (Alcohólicos Anónimos) e hijos adultos de alcohólicos; (6) el aumento casi exponencial del número de investigaciones sistemáticas en campos del conocimiento tales como la medicina y la psicología pre- y perinatales, como también el movimiento relacionado con el parto natural; y (7), las experiencias de sanación personal interna y el establecimiento de ciertas concepciones acerca de los procesos que atraviesa el ser humano durante su crecimiento vital que provienen del área del psicoanálisis y la psicoterapia (Whitfield, 1987; Abrams, 1990; Firman & Gila, 1997).
La presencia generalizada de los factores que hemos enumerado ha estado sensibilizándonos de manera progresiva y, en consecuencia, debilitando los sistemas de defensa que ocupamos día a día para mantener alejadas de nuestra consciencia las situaciones emocionalmente traumáticas a las que hemos estado expuestos en los primeros años de nuestra vida. Así, contamos con condiciones sociales sin precedentes en la historia para permitir la emergencia gradual de nuestras heridas más profundas, con el fin de curarlas recuperando nuestra historia y nuestra capacidad para sentir nuestros sentimientos sin interferir o manipular su expresión natural. La teoría primal y las terapias de orientación primal dan cuenta del intento, desde el campo de la psicología, de comprender y apoyar en la práctica a aquellos individuos que, en el presente, encaran las limitaciones y restricciones que les imponen algunos de los acontecimientos que vivieron en su niñez o incluso antes de ella.
Antes de delinear la teoría primal general y describir sus varias aplicaciones terapéuticas, examinaremos sucintamente uno de sus antecedentes directos más influyentes: la teoría psicoanalítica.
Breve revisión histórica de los orígenes psicoanalíticos de la psicología primal
A comienzos del siglo pasado, Sigmund Freud estableció el paradigma central que rige la gran mayoría de los enfoques psicoterapéuticos profundos: las experiencias infantiles determinan el establecimiento de las características generales de la personalidad adulta y, con ello, también son el elemento etiológico fundamental que causa tanto la aparición de los síntomas psíquicos y psicosomáticos que constituyen los trastornos psicológicos, como la forma específica que éstos asumen.
En un comienzo, Freud mantuvo que el niño sufre vivencias traumáticas reales, pero con posterioridad modificó este punto de vista y consideró que esas supuestas vivencias traumáticas tendían a ser más bien recuerdos encubridores, que disfrazaban fantasías inconscientes y deseos reprimidos principalmente relacionados con lo que llamó el período edípico del desarrollo (que se extiende desde los tres hasta los cinco años de edad). De este modo, desplazó el énfasis de la teoría psicoanalítica desde los traumas que padece el niño pequeño en las interacciones interpersonales tempranas como punto de origen de la neurosis, hacia los conflictos intrapsíquicos entre impulsos instintivos socialmente reprobados que pugnan por ser satisfechos y las normas prohibitivas de conducta que son interiorizadas durante el proceso de socialización en el seno de la familia. Este cambio en la teoría del psicoanálisis se vio acompañado por un cambio equivalente en el enfoque práctico hacia la psicoterapia. Esto significó que el revivir los episodios traumatizantes y la catarsis emocional fueran reemplazados por el análisis verbal de los fenómenos transferenciales que se producen en la situación terapéutica (Grof, 2000). Desde la perspectiva de la teoría primal, que revisaremos todavía en detalle, este giro conceptual y técnico del psicoanálisis, aún cuando pueda reflejar los hechos biográficos y arrojar resultados psicoterapéuticos en algunos casos, fue un retroceso más que un avance en la comprensión de la dinámica genética esencial y el tratamiento de la neurosis.
Hacia el final de la vida de Freud, a partir de la década de los años treinta en adelante, algunos psicoanalistas comenzaron a ocuparse del análisis de niños, área que el mismo Freud había dejado casi del todo sin explorar. Entre ellos se encontraba Melanie Klein, cuyas contribuciones permitieron, por un lado, valorar la relevancia etiológica de las etapas del desarrollo anteriores al período edípico y, por otro lado, orientar poco a poco al psicoanálisis de vuelta hacia las ideas freudianas originales sobre la importancia de los traumas infantiles reales y hacia lo que hoy se conoce como la teoría de las relaciones objetales (Guntrip, 1971). Esta propuesta teórica destaca la influencia que tiene la primera relación que el bebé establece con su cuidador primario, una relación esencialmente diádica, a diferencia de las relaciones triádicas posteriores entre madre, padre e hijo del período edípico, sobre la estructuración adecuada o deficiente de la personalidad (Fairbairn, 1952; Guntrip, 1961, 1971; Kernberg, 1977; Kohut, 1977).
En el contexto de la teoría de las relaciones objetales y la psicología del yo (Eagle, 1984; Florenzano, 1999), Erik Erikson formula su conocida teoría acerca del ciclo vital entendido en términos del desarrollo psicosocial del yo, Renè Spitz investiga sobre la génesis de las relaciones interpersonales entre madre e hijo y sus posibles perturbaciones, John Bowlby indaga sobre la conducta humana de apego, Margaret Mahler estudia el proceso de separación-individuación del niño y su ligazón psicodinámica con el autismo y las psicosis infantiles, y se entregan numerosos otros aportes a la psicología evolutiva psicoanalítica. Todos estos conocimientos han sido de gran valor y han servido de orientación para la teoría primal en general y algunos autores los han utilizado para fundamentar, al menos en parte, sus propios acercamientos (Bradshaw, 1990a; Firman & Gila, 1997).
Por otro lado, a partir de los años cincuenta, algunos analistas empezaron a advertir que, en su práctica terapéutica, se enfrentaban a ciertos tipos de personas que establecían procesos transferenciales distintos de aquellos que pueden observarse en el tratamiento de las neurosis y, en apariencia, ligados a las etapas preedípicas del desarrollo infantil (Balint, 1968; Kernberg, 1977; Kohut, 1977). Gracias a estos y otros descubrimientos en el campo de los trastornos narcisista y limítrofe de la personalidad, fue posible la enunciación de una psicopatología evolutiva integral que relacionara determinados trastornos psíquicos con eventos traumáticos en distintos momentos del crecimiento vital de la persona. Es así que la etiología de los trastornos graves de la personalidad ha sido conceptualizada como una especie de «falta básica» en la estructura de la personalidad (Balint, 1968), una deficiencia estructural del self o sí-mismo (Kohut, 1977), producto de un vínculo conflictivo y contradictorio con la figura primaria de apego en el transcurso de los primeros tres años de vida.
Como veremos en lo que sigue, algunas de las ideas psicoanalíticas que hemos revisado se han convertido en ingredientes substanciales de la teoría y la terapia primales.
La teoría primal
Hasta la fecha, en la literatura pertinente, no se ha hecho el intento de elaborar una teoría primal general o integradora, aún cuando, en mi opinión, las circunstancias para ello están dadas desde hace ya algún tiempo. Existe una gran cantidad de similitudes entre las distintas propuestas teóricas que pretenden dar cuenta del desarrollo emocional e interpersonal del ser humano y de sus eventuales dificultades, deficiencias y distorsiones. En las páginas que siguen, trataré de esbozar una teoría primal sintética, que sea capaz de recoger las distintas contribuciones que se han hecho a esta área y articularlas de manera integrada.
La teoría primal es, simultáneamente, una teoría psicológica evolutiva que destaca la influencia de la forma que asumen las interacciones tempranas entre los padres y sus hijos sobre la estructuración de la personalidad del individuo1 , y una teoría de los procesos dinámicos que están involucrados en la génesis de la neurosis. Por ahora, pensaremos en la neurosis, siguiendo a Arthur Janov y Fritz Perls, como patología de la sensibilidad y la afectividad (Janov, 1970) y trastorno del crecimiento (Perls, 1973), condiciones que consideraremos cuasi-universales, aún cuando sea posible distinguir diferencias de grado entre las personas.
Con fines didácticos, dividiremos la teoría primal en seis etapas definidas de la secuencia que sigue el crecimiento humano y las describiremos, parte por parte, con todas las propiedades y los sucesos que las caracterizan.
(1) La realidad básica que enfrenta cada ser humano, desde el primer instante de su concepción hasta el último día de su vida, es el hecho de que presenta una serie de necesidades que demandan ser satisfechas. Podemos llamar a las más elementales y profundas de ellas, necesidades primales (Janov, 1970), y distinguir dentro de éstas entre aquellas que resultan de las funciones corporales que el feto y el niño aún no pueden controlar por sí mismos y un conjunto de necesidades psicoemocionales que están al servicio del desarrollo del yo (Winnicott, 1960a; Kohut, 1977; Miller, cit. en Bradshaw, 1990a; Bradshaw, 1990a). Ambos tipos de necesidades, cuyas manifestaciones iniciales comienzan in utero, son disposiciones innatas que deben ser tomadas en cuenta a la hora de permitir que el crecimiento adopte un curso favorable.
Hay cierto acuerdo respecto de que los requerimientos físicos y fisiológicos primordiales del niño incluyen, como mínimo, cuidado, alimento, calor, abrigo y el mantenerse seco (Janov, 1970; Covitz, 1990; Bradshaw, 1990a; Hoffman, 1991). En torno a las necesidades psicológicas y emocionales nos encontramos con menos consenso, pero esto quizás pueda ser interpretado como una mera diferencia del lenguaje empleado para describir fenómenos similares. Las aportaciones más psicoanalíticas subrayan el sostén (es decir, un ambiente facilitador capaz de entender y apoyar el proceso de individuación), la resonancia empática y el reflejo emocional, concluyendo que la necesidad psíquica fundamental es la de ser (Winnicott, 1960b, 1963; Balint, 1968; Guntrip, 1971; Kohut, 1977). Desde otras orientaciones teóricas se toman además en consideración los siguientes aspectos: bienvenida al mundo; vínculo, contacto y estimulación; crecer al propio ritmo; ser visto, considerado, admirado, valorado y tomado en serio por lo que se es, en todo momento; saber que importamos y que podemos contar con el amor incondicional de nuestros padres; saber que ellos son capaces de cuidarnos y que no seremos abandonados; atención, aprobación, afecto y caricias; comprensión, aceptación y respeto; protección, seguridad, juego y diversión; experimentar, mirar, tocar y explorar; comunicación, dirección e inspiración; y, por supuesto, paciencia, cariño y amor (Janov, 1970; Miller, 1979/1994; Whitfield, 1987; Bradshaw, 1990a; Covitz, 1990; Krishnananda, 1998, 1999).
Ha habido dos tentativas de jerarquizar esta multiplicidad de necesidades. Una de ellas ha adaptado la conocida jerarquía de las necesidades humanas de Abraham Maslow (Whitfield, 1987), y la otra utiliza para sus propósitos el modelo de las etapas del desarrollo psicosocial de Erik Erikson (Bradshaw, 1990a). Desde el punto de vista práctico, como aún veremos, estas aproximaciones pueden resultar muy útiles.
(2) El niño emerge desde y hacia un mundo cuya estructura intrínseca es relacional, un espacio en el cual siempre depende de un otro para poder sobrevivir. Dicho de otra forma, su supervivencia física depende de que sus cuidadores primarios satisfagan sus requerimientos fisiológicos y corporales, y su supervivencia psicológica está sujeta a la satisfacción de sus necesidades psicoemocionales. Los estudios del analista Renè Spitz han demostrado que un lactante, deprivado de una relación cercana e íntima en una etapa muy precoz de su vida, puede efectivamente morir (Spitz, 1965). Cuando pequeños somos, por naturaleza, vulnerables, indefensos y dependientes.
En algún momento, el medio ambiente que nos sostiene, representado en un principio por nuestra madre, frustrará, al menos hasta cierto grado, la satisfacción óptima de una o varias de nuestras necesidades primales. Este hecho puede ser comprendido como consecuencia de alguna o varias de las siguientes tres circunstancias: en primer lugar, existe la posibilidad de que el infante manifieste necesidades biopsicológicas constitucionales excesivas (Balint, 1968), situación que hace imposible evitar la frustración. En segundo lugar, también es posible que los figuras parentales actúan como lo hacen porque no se les ha enseñado a ser buenos padres (Covitz, 1990). En tercer lugar, y la evidencia clínica apoya más bien esta última explicación, es probable que quienes están a cargo del niño no crecieran en condiciones ideales, exhiban ellos mismos necesidades infantiles insatisfechas y las proyecten en el niño, junto a sus fantasías y deseos relacionados, de modo inconsciente (Janov, 1970; Kohut, 1977; Miller, 1979/1994; Whitfield, 1987; Bradshaw, 1990a; Emerson, 1996; Firman & Gila, 1997).
Debido a esta proyección, los padres están centrados en sus propias insuficiencias y, en este sentido, son incapaces de reconocer las necesidades de sus hijos, o bien no les parece prioritario actuar de acuerdo a ellas. Buscan inconscientemente lo que no obtuvieron en su infancia y así nos valoran por lo que podemos hacer para llenar sus propias carencias y no por lo que somos, constituyendo al interior del vínculo lo que se ha llamado falla empática o falla ambiental (Kohut, 1977; Winnicott, 1988).
El niño, que cuenta con una asombrosa capacidad para captar y responder de manera intuitiva a las necesidades de sus progenitores, reconoce pronto que la relación que ha establecido con sus figuras paternas es condicional y que debe emplear todos los recursos que tiene a su disposición para suplir las insuficiencias infantiles de éstos con el fin de asegurar su propia supervivencia, sobre todo en el plano psicológico (Miller, 1979/1994; Bradshaw, 1990a).
Cuando es capaz de gratificarlos, ve satisfechas, aunque a menudo de forma incompleta, sus necesidades primales.
Charles Whitfield resume algunos de los escenarios familiares comunes que facilitan la ocurrencia de conductas negligentes respecto de los requerimientos de los niños: alcoholismo o dependencia química de algún miembro de la familia; enfermedad mental o física crónica de algún miembro de la familia; codependencia2 ; violencia intrafamiliar y abuso verbal, físico, sexual, emocional, etc.; otros tipos de disfunción familiar; negación de la realidad y los sentimientos; y, por último, rigidez extrema, límites poco claros y tendencia al enjuiciamiento (Whitfield, 1987). Todos estos ambientes se definen, en términos generales, por la arbitrariedad y la incoherencia.
Otro tanto han hecho Renè Spitz y el psiquiatra Thomas Verny al describir algunas de las actitudes y sentimientos de la madre hacia su embarazo y su bebé que perturban su capacidad para establecer una relación saludable con éste. Insisten en que los afectos crónicos, conscientes o inconscientes, de ambivalencia, rechazo, ansiedad o rabia acerca de su maternidad, como también oscilaciones rápidas de la madre entre mimos y hostilidad agresiva, cambios cíclicos en su ánimo o conductas frecuentes de sobreprotección, son fuentes constantes de frustración de las necesidades primales de sus hijos (Spitz, 1965; Verny & Kelly, 1981).
(3) En cuanto alguna de las necesidades del niño no se ve satisfecha durante algún tiempo, éste experimenta un estado de deprivación que, en caso de prolongarse más allá de ciertos límites, le genera gran sufrimiento y dolor emocional. Estas experiencias se hallan ligadas, de manera íntima y profunda, a sentimientos de miedo, pánico y terror que provienen de la amenaza de no sobrevivir en el sentido físico y/o psíquico.
Especialmente en torno a la más fundamental de nuestras necesidades primarias, existir, requerimos de respuestas empáticas continuas por parte de nuestros cuidadores para mantener la continuidad de nuestro ser y la cohesión de nuestra sensación naciente de identidad personal (Winnicott, 1962; Kohut, 1977; Firman & Gila, 1997). Construimos nuestra sensación subjetiva de ser alguien inicialmente a partir de lo que nos es «espejeado» [mirrored] en la primera relación que nos envuelve. Pero, en vez de ver reflejada nuestra individualidad y unicidad en ese vínculo, las expectativas y las deficiencias tempranas de nuestros padres producen en ella fallas empáticas que llevan a que se nos refleje una imagen de cómo deberíamos ser, con la cual nos identificamos (Firman & Gila, 1997; Svarup & Premartha, 1999). Es posible que comencemos a experimentarnos más como objetos que como personas por derecho propio.
Las vivencias infantiles que hemos mencionado constituyen las violaciones más tempranas a nuestra integridad y vulnerabilidad, y dan lugar a lo que se ha llamado indistintamente trauma emocional (Winnicott, cit. en Guntrip, 1971), herida narcisista del self (Kohut, 1977), herida del yo infantil (Abrams, 1990) y herida primal (Firman & Gila, 1997), condiciones que pueden resultar de situaciones traumatizantes abiertas (violencia, abuso, etc.) o encubiertas (depresión de una figura paterna, baja responsividad hacia el hijo, etc.). La herida primal es una especie de «hoyo energético» interno que, desde el primer momento de su existencia, reclama de modo implacable ser saciado, y en su núcleo abismal nos encontramos con sensaciones intolerables de total aislamiento.
En sentido estricto, los eventos dolorosos no son traumáticos en sí mismos, sino que se convierten en tales debido a la incapacidad de nuestros cuidadores para reflejarnos la intensa vivencia de dolor emocional que deriva de un estado de deprivación. Siguiendo este razonamiento, los terapeutas Susanne Short y John Bradshaw sostienen que precisamos que nuestro sufrimiento sea expresado y validado más que evitado a toda costa (Short, 1989; Bradshaw, 1990b). Para el psicoanalista Heinz Kohut, el paso por experiencias de frustración óptima, adecuadas a la edad y no disruptivas, es decir, experiencias cuyos componentes afectivos de miedo y dolor emocional son reflejados, es condición indispensable para que la estructura de la personalidad cristalice (Kohut, 1977). En resumen, el trauma es configurado por aquello que el niño no puede experimentar de manera consciente, pero que aún así es registrado en un nivel orgánico e incluso celular3 (Janov, 1970, 2000; Farrant, 1987; Farrant & Larimore, 1996).
El psiquiatra Thomas Trobe, alias Krishnananda, ha efectuado una distinción entre tres tipos de insultos psíquicos profundos (Krishnananda, 1998, 1999), que pueden ser entendidos como experiencias reactivas secundarias al trauma original de la herida narcisista. En primer lugar, se refiere al abandono y el vacío como vivencias tempranas de colapso ante situaciones externas con un potencial traumático, que probablemente se produjeron durante el primer año de vida. En segundo lugar, señala al shock, condición en la cual reaccionamos, con el fin de protegernos, a sucesos difíciles congelándonos y así perdiendo la posibilidad de comunicarnos, hablar, pensar y, sobre todo, de sentir. Esta reacción se ve acompañada de síntomas físicos como pulso acelerado, sudor, parálisis, pecho apretado y dificultades para respirar, de una sensación de confusión y de un sentimiento de pánico o amenaza inminente. El shock es una respuesta del organismo que éste utiliza en un nivel preverbal y precognitivo del desarrollo y que afecta a la fisiología del cuerpo. En cambio, el efecto de la vergüenza o vergüenza tóxica, la tercera reacción del niño a circunstancias traumatizantes, recae más bien sobre la configuración de sus estructuras mentales y es, en ese sentido, posterior al shock en términos biográficos. La sensación de vergüenza, que en lo más íntimo equivale a la sensación de ser, en esencia, defectuoso e imperfecto, proviene de la internalización de un mensaje implícito en muchas de las interacciones con nuestros padres: no estamos bien tal como somos, existen en nosotros aspectos que no son aceptables (Whitfield, 1987; Krishnananda, 1998). Algunas de las expresiones vitales espontáneas del niño fueron rechazadas e invalidadas, porque al resonar con las vivencias infantiles traumáticas de sus cuidadores, éstos se vieron en la necesidad de cambiar la experiencia de sus hijos para no entrar en contacto con sus propios miedos y dolores ocultos. Estas acciones nos desconectan de nuestra autenticidad y nos hacen desconfiar de lo que acontece en nuestro interior, dando lugar a creencias negativas sobre nosotros mismos y a sentimientos de humillación, inadecuación e inseguridad. A diferencia de la culpa, sensación que depende de algo que se ha hecho, la vergüenza se relaciona con lo que uno es, por lo que no es accesible la reparación. De acuerdo a Krishnananda, todos hemos sufrido estas heridas hasta cierto grado (Krishnananda, 1998).
Arthur Janov ha clasificado los traumas primales en relación a las diferentes etapas del desarrollo del sistema nervioso central, basándose en el trabajo de los neurofisiólogos y neuroanatomistas Wilder Penfield, Ronald Melzack y Paul McLean (Janov, 1970, 2000; Weiner, 1975; Khamsi, 1981; Beaulieu, 1986/1988; Rowan, 1988). La tesis básica consiste en la idea de que la mente y el cerebro se desarrollan paralelamente en tres fases distintas que se caracterizan por cierto tipo de memoria (los recuerdos son almacenados en diferentes estructuras cerebrales), determinada cualidad experiencial y estrategias defensivas específicas para manejar eventos traumáticos, constituyendo lo que Janov llama las tres líneas o niveles de consciencia. La primera línea de consciencia, que se encuentra en funcionamiento ya antes del nacimiento y antes de que las emociones se diferencien, está vinculada a la porción interna del cerebro y sus funciones son las gástricas, las respiratorias, las de evacuación, la línea media anatómica y el equilibrio hormonal. El sistema de memoria es «visceral», los recuerdos son retenidos en el cuerpo y se centran en las sensaciones. Esta consciencia altamente instintiva está implicada en el manejo de todas las experiencias que el niño atraviesa hasta alrededor de los seis meses después del nacimiento y los llamados traumas de primera línea (sucesos traumáticos que el organismo enfrenta en ese período). El segundo nivel de consciencia se encuentra ligado al sistema límbico del cerebro y, con ello, a las emociones. Comienza a funcionar algunos meses después del nacimiento y alcanza su plena maduración cuando tenemos alrededor de dos y tres años de edad. Recuerda en imágenes o escenas y registra, por lo general, situaciones preverbales, precognitivas e insertas en relaciones diádicas entre el niño y su figura principal de apego, como también los traumas de segunda línea. La última línea de consciencia se correlaciona con el sistema cerebral cortical y tiene a cargo las funciones mentales superiores. A partir de los dos años de edad, se encuentra ya involucrada en determinar nuestra realidad, pero sólo varios años más tarde su relevancia se convierte en central. La memoria es verbal-mental y se enfrenta, en un inicio, a acontecimientos que transcurren en relaciones triádicas y traumas de tercera línea. Este nivel intelectual integra las dos otras líneas y confiere significado a sentimientos y sensaciones. Mientras aún no monopoliza el dominio sobre el organismo, los otros dos niveles deben asumir la responsabilidad sobre la supervivencia de la persona.
Un último asunto que me gustaría aclarar en esta sección se vincula con las fuentes originarias más profundas de la herida primal4. Algunos autores han hecho mención del trauma del nacimiento como antecedente prototípico de la herida primal (Rank, 1924; Greenacre, 1953; Orr, cit. en Khamsi, 1987a; Abrams, 1990; Graber, cit. en Janus, 1991; Leuner, cit. en Janus, 1991; Krishnananda, 1998), a menudo ignorando el período prenatal de la vida del ser humano o bien idealizándolo como estado celestial exento de momentos dificultosos, en el cual el feto está inserto en un medio que satisface sus necesidades de modo automático e inmediato. Otros han incluido la etapa prenatal uterina como posible momento de traumatización primordial (Fodor, 1949; Rascovsky, 1960; Janov, 1970, 2000; Verny & Kelly, 1981; Grof, 1985, 2000; Frantz, 1985; Farrant, 1987; Buchheimer, 1987; Winnicott, 1988; Rowan, 1988, 1996; Lake, cit. en Rowan, 1988, 1996; Janus, 1991; Kafkalides, cit. en Janus, 1991; Farrant & Larimore, 1996; Emerson, 1996; Laing, cit. en Rowan, 1996; Mott, cit en Rowan, 1996; Solter, 1996), lo que se ve reflejado particularmente en los conceptos análogos de útero malo en el trabajo de Stan Grof y de seno materno repudiante en la obra de Kafkalides. Los psicoterapeutas primales William Swartley y Graham Farrant han desplazado el punto de inicio de la traumatización aún más y han llegado a desglosar los traumas más frecuentes de la vida, por así decirlo, preuterina, considerando que éstos pueden tener lugar durante la fase embriológica del desarrollo, la implantación, el descenso del óvulo fertilizado por las trompas de Falopio, la concepción e incluso durante las experiencias todavía separadas del espermio y el óvulo (Swartley, 1978; Swartley, cit. en Rowan, 1988; Farrant, 1987; Farrant & Larimore, 1996; Emerson, 1996). En la mayoría de los autores que señalan el período prenatal como fuente básica de la herida primal, nos encontramos además con la noción de que las experiencias traumáticas durante la etapa prenatal predisponen al niño a enfrentar un nacimiento problemático, siendo el trauma del nacimiento ya un acontecimiento secundario, pero no por eso menos significativo.
Desde un punto de vista transpersonal, es dado hablar de orígenes profundos aún anteriores de la herida primal, como el llamado trauma de la encarnación, es decir, la dolorosa experiencia del alma al separarse de la unidad de la Existencia para encarnar o nacer (Grof, 1993; Farrant y Larimore, 1996; Firman & Gila, 1997; Krishnananda, 1998), y también ciertas vivencias que parecen pertenecer a vidas pasadas y determinar aspectos de nuestra vida actual (Grof, 1985, 2000).
(4) Cuando después de un tiempo alguna de las necesidades del niño no se ve satisfecha, el dolor, el miedo y la angustia que resultan del estado de deprivación se vuelven intolerables para su frágil psique porque el entorno no es capaz de reflejar su estado afectivo y responderle empáticamente. La única solución de que disponemos en tal circunstancia, es reaccionar, haciendo uso de los precarios recursos que tenemos entonces a nuestro alcance, con el fin de asegurar nuestra supervivencia física y psicológica. Manejamos el sufrimiento interrumpiendo la necesidad insatisfecha que lo genera (Janov, 1970), acción que equivale a interrumpir la continuidad de nuestro ser (Winnicott, 1960b). Esta interrupción consiste en una especie de desconexión de parte de lo que el niño está experimentando internamente, lo que consigue al escindir su propia experiencia y desterrar de su consciencia la necesidad que he permanecido insatisfecha y todas las sensaciones y los sentimientos que están asociados a ella (Janov, 1970; Fairbairn, cit. en Guntrip, 1971; Kernberg, 1977; Miller, 1979/1994; Bradshaw, 1990a; Firman & Gila, 1997). Este proceso opera, de manera simultánea, en dos niveles. En el nivel psicológico, hacemos uso de los mecanismos intrapsíquicos de escisión y represión, y en el plano físico, comenzamos a contraer la musculatura en determinadas áreas de nuestro cuerpo, restringiendo la profundidad de nuestra respiración y bloqueando así la posibilidad de expresión de nuestra energía emocional (Janov, 1970; Lowen, 1975).
Toda esta compleja maniobra cumple con dos funciones paralelas: por un lado, es un mecanismo defensivo psicobiológico contra una realidad subjetiva catastrófica formada por el dolor emocional y el miedo y, por otro lado, hace posible que preservemos un vínculo positivo con nuestras figuras de apego. Esta segunda función es de gran importancia, ya que el niño debe negar la idea de que sus figuras paternas nunca podrán satisfacer algunas de sus necesidades, con independencia de lo que él mismo pueda llegar a hacer. Se ve obligado a reprimir esta comprensión, debido a que representa aún más dolor y sufrimiento. De este modo, hace más tolerable su ambiente circundante idealizando a sus cuidadores y cargando con la culpa de la frustración de sus necesidades (Miller, 1979/1994; Bradshaw, 1990a; Firman & Gila, 1997). Es aquí donde comienza lo que Janov ha denominado la lucha neurótica, que consiste en la tentativa inconsciente y continuada de agradar a los padres y otras figuras de autoridad con el objetivo de finalmente ver satisfechas nuestras necesidades. La lucha neurótica, por medio de la idealización de nuestros padres y la defensa o justificación de su comportamiento, nos permite alejarnos de nuestro dolor, aferrarnos a la idea de que somos amados sin la imposición de condiciones y seguir conectados a la ilusión de que actuando como actuamos, en algún momento conseguiremos aquello que nos hace falta (Janov, 1970; Miller, 1979/1994; Hoffman, 1991; Krishnananda, 1998, 1999). Al mismo tiempo, empezamos a representar y cumplir con los roles que de nosotros se esperan, aún cuando estén en desacuerdo con nuestra realidad más íntima.
Los procesos de escisión y represión que hemos descrito marcan el principio del proceso neurótico, que poco a poco se irá transformando en una estructura neurótica más estable de la personalidad. En pos de la supervivencia, aprendemos a desconfiar de nuestros propios sentimientos, que existen para descargar la tensión que acumula el organismo y para indicarnos la presencia de alguna necesidad (Janov, 1970; Miller, 1979/1994; Bradshaw, 1990a; Solter, 1996; Krishnananda, 1998). Con el tiempo, perdemos la habilidad para reconocerlos y expresarlos, lo que nos lleva a desconectarnos de nuestra verdad interna y a contener cada vez más tensión. Comenzamos inhibiendo sólo aquellas de nuestras emociones que ponen en riesgo la satisfacción de nuestras necesidades por parte de nuestros padres, como el dolor o la rabia, pero a la larga bloqueamos de manera inevitable nuestra capacidad general de excitación emocional y, con ella, al menos en parte, todos nuestros afectos (Janov, 1970; Broder, 1976; Bradshaw, 1990a). Las necesidades insatisfechas y los afectos inexpresados, aún cuando sean reprimidos, no desaparecen nunca por completo ni dejan de influir sobre nuestra conducta. Más bien, comenzamos a buscar, sin percatarnos de ello, gratificaciones simbólicas sustitutorias para nuestras carencias. Esta dinámica se autoperpetúa en el tiempo porque estas satisfacciones simbólicas responden a necesidades neuróticas de reemplazo y no a nuestras necesidades reales, con las cuales perdemos el contacto casi por completo.
(5) El proceso neurótico, que está constituido por los sucesos que hemos especificado en lo que precede, paso a paso se cronifica y, de esta forma, lo que alguna vez fueron reacciones circunscritas a situaciones reales se automatizan, transformándose en estructuras intrapsíquicas que determinan gran parte del comportamiento subsiguiente del niño. Según Janov, existe una llamada escena primal, un cierto evento delimitado que puede parecer de poca significación y no traumático en sí pero que, sin embargo, desplaza el equilibrio interno de la persona desde su naturalidad hacia el funcionamiento neurótico de modo permanente (Janov, 1970). Por lo común, esta escena primal es un punto de cristalización que simboliza y representa una larga cadena de situaciones traumáticas anteriores o bien el contacto constante con las personalidades heridas de nuestros cuidadores (Janov, 1970; Rowan, 1996; Firman & Gila, 1997). Suele producirse entre los cinco y los siete años de edad, cuando aprendemos a generalizar a partir de sucesos concretos y a dar sentido a lo que nos ocurre 5y, debido a esta razón, conlleva la penosa pero difusa sentencia «No soy querido por lo que soy y no hay esperanzas de que alguna vez lo seré». Esta dolorosa conclusión hace inevitable la represión de la escena primal, manteniéndose el evento desconectado de la experiencia del niño y sin experimentarse totalmente. En este instante, el desarrollo vital se estanca o se ve distorsionado, lo que se traduce en que la autenticidad del individuo en crecimiento es desplazada, permaneciendo latente y sin realizarse (Winnicott, 1960a; Janov, 1970; Miller, 1979/1994).
Es en este momento cuando emerge en nuestra psique lo que diferentes autores han calificado de falso self (Winnicott, 1959/1964, 1960a; Masterson, 1988; Rowan, 1996), self protector (Winnicott, 1960a), falso yo (Laing, 1960; Miller, 1979/1994; Whitfield, 1987), yo irreal (Janov, 1970; Broder, 1976), segunda naturaleza (Lowen, 1975), personalidad como-si (Miller, 1979/1994), yo codependiente (Whitfield, 1987) y capa de protección (Krishnananda, 1998). Con ello, se instaura un doble sistema del yo en nuestra personalidad, ya que en contraposición al sistema del falso self se establece simultáneamente un self verdadero o yo real. Cuanto mayores hayan sido las «agresiones» de nuestros padres hacia nosotros, tanto mayor será el abismo entre yo real e irreal.
El self verdadero surge, en un comienzo, de los tejidos y las funciones del cuerpo, está conformado por nuestras necesidades y nuestros sentimientos reales y reúne los detalles de la experiencia de estar vivo (Winnicott, 1960a; Janov, 1970). Sabe utilizar las energías psicosomáticas del organismo para la autoexpresión y la autorrealización en las relaciones interpersonales que lo envuelven. Puede integrar los múltiples aspectos de nuestra vida formando una unidad y cuenta con las siguientes capacidades: experimentar una amplia gama de sentimientos de manera profunda; desarrollar contactos interpersonales íntimos; enfrentar los desafíos de la vida con creatividad y espontaneidad; estar solo; ser honesto y vulnerable; ser capaz de entregarse y de confiar; permitir la existencia de una sensación continua de identidad y ser capaz de crecer (Whitfield, 1987; Masterson, 1988; Bradshaw, 1990a). Como hemos mencionado, el yo real, por lo común, no se puede diferenciar de modo adecuado porque no puede ser vivido y así, nuestro acceso a él tiende a ser limitado.
Varios autores han advertido el peligro de atribuirle, por medio de la proyección y la idealización, a un supuesto niño pretraumatizado las capacidades del self verdadero, dado que algunos de ellos consideran que éste, en realidad, habita un mundo de lo inmediato, depende de los valores y significados de otros, es egocéntrico y vive en un universo de fantasía estructurado en base a creencias mágicas (Loudon, 1979; Stein, 1987; Bradshaw, 1990a). Tomando en cuenta estas importantes consideraciones, me parece factible asumir la postura de que el niño, desde el principio, cuenta con el potencial para desarrollar un self verdadero y convertirse en una persona entera. Para que este potencial innato se realice en plenitud, el individuo necesita de un ambiente facilitador que permita que esto ocurra, ambiente ideal del cual, la mayoría de las veces, no disponemos en nuestra infancia.
El falso self es un sistema biopsicológico sobreimpuesto que cumple con la función capital de proteger la vulnerabilidad del self real ante las fallas empáticas que se producen en la relación del niño con sus figuras de apego y sus consecuencias emocionales, posibilitando la supervivencia con un mínimo de incomodidad (Winnicott, 1960a; Janov, 1970; Bradshaw, 1990a; Krishnananda, 1998). Es capaz de desviar las energías emocionales perturbadoras hacia determinadas actividades (pensar, comer, hablar, etc.), lo cual nos proporciona una sensación de seguridad porque mantiene el miedo y el dolor a distancia. El yo irreal está constituido, en términos generales, por las pautas de conducta, los estados de ánimo y los rasgos de personalidad que hemos adoptado de nuestros padres para no superarlos, con la esperanza de que eso les sirva de motivación para satisfacer nuestras necesidades («Soy igual que ustedes. ¿Me aceptarán ahora?»). A nivel fisiológico, este sistema nos afecta crónicamente de diversos modos, por ejemplo reprimiendo o sobreestimulando el sistema endocrino, o también ejerciendo cierta tensión persistente sobre los órganos internos (Janov, 1970).
Desde el yo irreal, nuestro comportamiento se basa en el control, la conformidad y la sobreadaptación a las circunstancias (Winnicott, 1960a; Lowen, 1975; Miller, 1979/1994), mientras tiende a la satisfacción inmediata pero indirecta de nuestras necesidades. Desarrollamos una serie de expectativas y estrategias con el fin de afectar a los otros para que modifiquen su comportamiento y nosotros consigamos lo que queremos, tales como demandar y exigir, manipular, culpar, mendigar y vengarnos. Nos instalamos en el mundo con patrones habituales de compensación, que protegen nuestra vulnerabilidad herida, complaciendo a los otros y armonizando las situaciones conflictivas, controlando y haciéndonos cargo de otros, peleando y rebelándonos continuamente, o retirándonos y refugiándonos en nosotros mismos. El falso self nos hace estar y actuar de forma insensible, despreciadora, tensa, inhibida, crítica y perfeccionista. Junto a la escena primal y la fracturación del self total en yo real e irreal, se escinde también el sistema de recuerdos. Los recuerdos reales se encuentran desde entonces normalmente reprimidos, mientras que los recuerdos irreales sirven de pantalla y filtro de la experiencia (Janov, 1970; Miller, 1979/1994). Cualquier vivencia que resuene con los sentimientos y las necesidades que han sido reprimidas, es censurada y descartada. Así, la persona se priva a sí misma de una amplia gama de experiencias vitales y reacciones emocionales como la envidia, los celos, la impotencia, la rabia, el miedo, etc. (Miller, 1979/1994; Covitz, 1990).
(6) Con el tiempo, nos identificamos de manera tan estrecha con el falso self, que perdemos casi por completo la noción de que, en esencia, este falso yo no es más que una estrategia de supervivencia que desarrollamos para defender nuestra integridad psíquica y física frente a circunstancias que no podíamos cambiar (Miller, 1979/1994; Bradshaw, 1990a; Krishnananda, 1998, 1999; Svarup & Premartha, 1999). El proceso neurótico se transforma de modo permanente en una estructura neurótica de carácter que, en su núcleo, alberga un conflicto irresuelto entre el self verdadero y el falso self6 . Este último reprime al primero y transmuta las necesidades reales del organismo en necesidades neuróticas, por lo que la gratificación puede realizarse sólo simbólicamente. Evitamos así el dolor y el profundo miedo que emanan de la herida primal, pero también imposibilitamos la satisfacción real de lo que, en secreto, anhelamos. Todo el espectro de las conductas neuróticas y disfuncionales comparten esta misma causa fundamental y pueden ser consideradas como comportamientos simbólicos de defensa contra sufrimiento psicobiológico excesivo.
Entre las formas principales en las cuales la represión de nuestras necesidades originales y del dolor y el miedo primales nos afectan con posterioridad en la adultez, se cuentan: (a) narcisismo (sentido dañado de identidad); (b) desconfianza generalizada ante el mundo; (c) necesidad de estar siempre en control de las situaciones; (d) reactuación inconsciente de los sucesos traumáticos del pasado en el presente; (e) interiorización (infligirnos a nosotros mismos el abuso sufrido en la infancia, como en los síntomas psicosomáticos); (f) grandes dificultades para experimentar verdadera intimidad en nuestras relaciones interpersonales, miedo al compromiso, miedo al abandono y aislamiento; (g) codependencia, o bien antidependencia y falsa autonomía (codependencia compensada); (h) búsqueda continua de la aprobación de personas que representen a los padres; (i) miedo al rechazo, a la presión y al abuso físico o energético; (j) frustración, rabia destructiva, tendencias autodestructivas, agresión, violencia y consiguientes ofensas a terceros (infligir a otros aquello que hemos sufrido), que pueden ser entendidas como reacciones secundarias a la herida narcisista; (k) contaminación del pensamiento por vestigios infantiles (creencias mágicas, egocentrismo, razonamiento emocional, generalización indiscriminada, etc.); (l) ansiedad, impulsividad y baja tolerancia a la frustración; (m) adicciones y compulsiones de todo tipo; (n) sentimientos y reacciones frecuentes de vergüenza, culpa, inadecuación, inseguridad, duda, celos, shock y abandono; (o) negatividad, resentimiento, cinismo y amargura; (p) miedo a cambiar y a lo desconocido; (q) apatía, depresión, sinsentido, confusión, soledad, desesperanza y vacío; (r) falta de autoestima y desvalorización personal; (s) sentimientos de tener que demostrar algo, de estar constantemente a prueba y de no pertenecer; y, (t) sensaciones de falsedad, irrealidad, extrañeza, futilidad, hipocresía y absurdo, que surgen cuando el falso self es tratado como el self verdadero (Guntrip, 1971; Kohut, 1977; Miller, 1979/1994; Masterson, 1988; Bradshaw, 1990a, 1990b; Abrams, 1990; Covitz, 1990; Hoffman, 1991; Firman & Gila, 1997; Krishnananda, 1998, 1999).
El neurótico vive en una situación infantil no resuelta y reprimida que lo hace temer y evitar peligros que alguna vez fueron reales, pero que ya no son amenazas efectivas para su supervivencia física o psicológica. Es incapaz de concluir que, en el presente, nada terrible le sucederá. Ante acontecimientos que de alguna u otra manera resuenan con las heridas que ha sufrido en su infancia, el bloqueo de la energía emocional se intensifica con propósitos defensivos y la persona repite una y otra vez los patrones conductuales reactivos que en otro momento fueron adaptativos, pero que han dejado de serlo (Janov, 1970; Miller, 1979/1994; Whitfield, 1987; Bradshaw, 1990a; Krishnananda, 1998). Así, el neurótico actúa impulsado por recuerdos, sentimientos y necesidades primales reprimidas y de continuo espera rechazo, castigo y abandono, mientras que, al mismo tiempo, sus expectativas y patrones neuróticos de comportamiento reproducen en su vida los escenarios que más pretende esquivar (Miller, 1979/1994; Grof, 1985; Emerson, 1996; Krishnananda, 1998, 1999). Ha construido un sistema más o menos rígido de creencias limitantes que determina su visión del mundo y de sí mismo, y también un sistema de recuerdos irreales que actúa como filtro, mediando el impacto de las experiencias que atraviesa y permitiendo la entrada sólo a aquello que no guarde alguna similitud con los recuerdos primales reales. De esta manera, el miedo lo lleva a mantener la desconexión del dolor para defenderse de su emergencia.
El yo irreal transforma el dolor primal en tensión y ésta se encuentra difusa en el organismo, afectando a los órganos, los músculos, la sangre, el sistema linfático, la voz y la fisonomía general del cuerpo. Por ello, el neurótico, en general, no experimenta verdaderos sentimientos, sino más bien sentimientos convertidos en sensaciones y niveles variables de tensión (Janov, 1970). Y, en cuanto vivencia alguna emoción, demuestra una tendencia a hacerlo con una intensidad desproporcional al evento que la gatilló. La persona utiliza, cuando la tensión se acrecienta anunciando el surgimiento de los sentimientos negados, mecanismos involuntarios para aliviarla, tales como el rechinar los dientes, el suspirar, las pesadillas o la enuresis. En caso de que la tensión sobrepase los límites de lo soportable porque estos mecanismos fracasan, entran en acción los mecanismos voluntarios de alivio de la tensión: la proyección de los sentimientos propios en otras personas; el canalizarlos hacia nuestro interior, dando lugar a una depresión crónica de bajo grado; y, como formas más comunes de soslayar los sentimientos primales, el transformarlos en conductas adictivas y compulsivas (Janov, 1970; Bradshaw, 1990b).
Adicciones y compulsiones son todas las actividades que llevamos a cabo para no estar presentes y permanecer inconscientes. Son, de modo simultáneo, intentos de aliviar la tensión, de evitar el miedo y el dolor primales, y de satisfacer nuestras necesidades insatisfechas por vías sustitutorias o, en otras palabras, son esfuerzos de llenar el vacío estructural que la herida primal ha generado (Janov, 1970; Kohut, 1977; Miller, 1979/1994; Whitfield, 1987; Hoffman, 1991; Firman & Gila, 1997; Krishnananda, 1998, 1999). En ellas, se vuelven a abrir constantemente las heridas que hemos sufrido, pero mientras no sean aceptados y elaborados a consciencia los recuerdos subyacentes, la compulsión a la repetición no desaparecerá. Por otro lado, las conductas adictivas y compulsivas también poseen un núcleo positivo, dado que le permiten al neurótico recuperar por un pequeño período de tiempo su intensidad vivencial perdida, tener un vislumbre del self verdadero y experimentar sensaciones de aceptación y libertad (Miller, 1979/1994; Whitfield, 1987; Bradshaw, 1990a; Firman & Gila, 1997). Detrás de todas estas motivaciones para incurrir en comportamientos de esta naturaleza, se encuentra, en lo más profundo, un gran anhelo espiritual de totalidad y unidad, que codetermina las tentativas que hacemos por llenar nuestro insondable vacío interno y aliviar nuestro dolor primal, factor que adquiere muchas veces gran relevancia durante el proceso terapéutico (Grof, 1993; Firman & Gila, 1997; Krishnananda, 1998; Grof, 2000).
Janov y su equipo de trabajo se han ocupado durante décadas del esclarecimiento de los aspectos biológicos de la teoría primal y han llegado a la conclusión de que a la neurosis subyace una patofisiología primal (Khamsi, 1981; Beaulieu, 1986/1988; Bradshaw, 1990a; Janov, 2000). De acuerdo a sus investigaciones, la represión es el equivalente psicológico del proceso fisiológico mediante el cual el sistema nervioso maneja la excesiva estimulación eléctrica que produce la experiencia de dolor por medio de la liberación de endorfinas. La persona se encuentra así en un estado hipermetabólico constante para contener el dolor primal e impedir que la información que lo representa pase del sistema límbico del cerebro hacia la neocorteza, en donde se localiza la consciencia humana.
Nos resta hacer dos últimos comentarios para completar este breve esquema sintético de la teoría primal. En primer lugar, podemos asumir que, al menos en los contextos socioculturales predominantes y hasta cierto grado, la herida primal y el establecimiento de un falso self son hechos prácticamente universales, con relativa independencia del grado de preocupación que los padres puedan demostrar con sus hijos a lo largo del proceso de crecimiento (Guntrip, 1971; Frantz, 1985; Rowan, 1988; Bradshaw, 1990b; Solter, 1996; Krishnananda, 1998). Pero existen amplias divergencias en cuanto a las características personales que debiera exhibir un individuo que se ha desarrollado siguiendo un curso «sano» ideal. Planteando la cuestión en términos de opuestos, de un lado están aquellos que piensan que el ideal de salud es la completa ausencia de un falso yo y sus estrategias defensivas (Janov, 1970) y, del otro lado, se encuentran aquellos que consideran que en una persona saludable el verdadero self está vivo pero protegido por el falso self, que consistiría en la actitud social (Winnicott, 1960a; Guntrip, 1971). Entre ambos extremos, se ubican quienes enfatizan la importancia y deseabilidad de un ser humano capaz de crecer, autorrealizarse, sentir sin mayores interferencias y asumir la responsabilidad sobre sí mismo y su vida en el presente, sin pronunciarse en detalle sobre el destino del yo irreal (Broder, 1976; Khamsi, 1981; Rowan, 1988).
En segundo lugar, todo el proceso que hemos esbozado puede ser visualizado como uno de los mecanismos más difundidos que transmite la neurosis de generación en generación (Miller, 1979/1994; Covitz, 1990; Krishnananda, 1998). Desde un punto de vista sociopsicológico, podemos entender a los padres como los agentes sociales más idóneos para traspasar los valores culturales de la sociedad, particularmente los valores represivos, a las generaciones jóvenes por medio de la socialización. Esta perspectiva merece especial atención por parte de los profesionales de la salud que de una u otra forma afectan las ideas que nuestras sociedades albergan acerca de la educación y la crianza de los niños, ya que arroja interrogantes significativas en torno a la función, el carácter y las consecuencias de las prácticas educacionales vigentes dentro y fuera de las instituciones sociales dedicadas a ellas.
Dando término a este recorrido por la teoría primal, pasaremos ahora a describir y conocer más de cerca algunos de los diferentes acercamientos psicoterapéuticos que han, a la vez, fundamentado sus aplicaciones a la psicoterapia en esta teoría y contribuido a su desarrollo.
La terapia primal
Las diferentes variantes de la terapia primal que se han ido estructurando desde que su identidad se hiciera autoconsciente alrededor de los primeros años de la década de 1970, comparten al menos tres rasgos esenciales: primero, consideran que el origen principal y el denominador común inevitable de la mayor parte de las situaciones que llevan a las personas a buscar psicoterapia son, en los niveles profundos, las experiencias primales traumáticas que determinan nuestro comportamiento disfuncional actual; segundo, actúan desde el supuesto de que el trabajo psicoterapéutico en torno al ámbito de las vivencias primales es la base de todo crecimiento y transformación personal duradera, aún cuando reconocen que muchos individuos pueden beneficiarse de otras aproximaciones terapéuticas; y tercero, están cimentadas sobre la consideración teórica y práctica de que, para alcanzar resultados terapéuticos significativos, los clientes deben recuperar plenamente su capacidad de sentir y expresar sin inhibiciones sus emociones y sentimientos- el hecho de permitirse sentir lo que se está sintiendo en cada momento tiene un valor terapéutico en sí mismo, más allá de cualquier intervención específica que un terapeuta pudiese llegar a hacer durante el proceso psicoterapéutico.
Toda terapia, de alguna u otra forma, trata con las experiencias del niño que alguna vez fuimos. Aún la terapia Gestalt, que está focalizada sobre la vivencia del presente, se ocupa de los llamados «asuntos inconclusos», que a menudo son ellos mismos de naturaleza primal, o bien revelan fuentes primales. La diferencia entre los distintos enfoques terapéuticos estriba más bien en la importancia que le conceden a las experiencias primales o en la forma de abarcarlas, como sucede con el caso del psicoanálisis. Podemos también distinguir entre la terapia primal misma y otros acercamientos a la psicoterapia que, si bien no centran su trabajo en las experiencias que atravesamos en nuestra infancia, las engloban de todos modos como parte del material que tiende a emerger durante las sesiones. Entre éstos podemos mencionar, por ejemplo, la terapia holotrópica creada por Stan Grof (Grof, 1985, 2000) y las terapias corporales como la bioenergética (Lowen, 1975).
Harley Ristad ha diferenciado, dentro de las terapias de orientación primal, entre los enfoques directivos y los enfoques no-directivos (Ristad, 1977). Mientras que desde la aproximación directiva los clientes son dirigidos hacia los sentimientos primales que el terapeuta estima más relevantes y se intenta traspasar las defensas de manera directa, el acercamiento no-directivo acepta que cada persona tiene su propia forma de acceder al dolor primal y, en ese sentido, hace uso de los elementos que surgen naturalmente en el proceso terapéutico. El trabajo de Arthur Janov, que revisaremos a continuación con algo de detalle por ser el fundamento de todas las innovaciones posteriores, es un enfoque más bien directivo.
La terapia primal de Arthur Janov
Aún cuando haya quienes piensan que lo único que Arthur Janov hizo, fue volver a desenterrar el método catártico que Joseph Breuer y Sigmund Freud describieron en sus Estudios sobre la histeria a fines del siglo XIX, puede ser considerado el padre y pionero de la terapia primal que hoy en día es practicada alrededor del mundo. Había ejercido durante muchos años la psicoterapia psicoanalítica, cuando, casi por accidente, descubrió durante una sesión la utilidad y el valor terapéutico de la catarsis emocional en relación a los eventos traumáticos de la niñez. Ese hallazgo lo hizo dar la espalda al psicoanálisis y dedicar su vida al desarrollo de la terapia y la teoría primales.
Janov define el procedimiento de la terapia primal psicológicamente como «asalto sistemático al yo irreal» y «desmantelamiento de las causas de la tensión, los sistemas de defensa y la neurosis» (Janov, 1970), y biológicamente como la conexión de los recuerdos de la corteza frontal con el sufrimiento inconsciente que está almacenado en el sistema límbico y la porción interna del cerebro (Janov, 2000). En otras palabras, pretende, siguiendo a Freud, hacer consciente lo inconsciente- con la diferencia de que el enfoque primal es más experiencial que verbal.
La teoría clínica de Janov concibe a los síntomas como defensas típicas contra el dolor emocional y como representaciones simbólicas del trauma infantil que yace en su centro, sin hacer mayor diferencia entre los síntomas psíquicos y los físicos o psicosomáticos. Aparecen en cuanto la persona ya no es capaz de contener la tensión que se produce por la represión del dolor y su gravedad depende, en primer lugar, de la intensidad del nivel de tensión que es necesario refrenar. El proceso terapéutico está diseñado para desmantelar ordenadamente los mecanismos defensivos, con el fin de convertir las sensaciones que experimenta el neurótico, a través de la ligazón con sus orígenes traumáticos específicos, en sentimientos plenos. Cuando esto sucede, al comienzo el individuo neurótico tiende a experimentar una sensación de extrañeza o despersonalización, que tan sólo significa que está acostumbrado a sentir su yo real como fuerza ajena a él. Al resolver la tensión por medio de la expresión del dolor que le subyace y la exposición de las necesidades insatisfechas que la generan, los síntomas remiten dado que no queda nada de lo que protegerse. Los «pacientes»7 , en general, atraviesan un agudo aumento del alcance de su memoria, a menudo hasta los primeros meses de vida, porque los recuerdos se encuentran acumulados junto al dolor y se restablecen al sentir este último.
El proceso comienza con una selección de los pacientes que se efectúa en base a entrevistas y exámenes médicos, en los cuales individuos con daño orgánico cerebral significativo o desórdenes psicóticos muy severos son descartados por no cumplir con los criterios de idoneidad establecidos. Durante las veinticuatro horas previas a la iniciación del tratamiento, el futuro paciente debe permanecer en aislamiento, es deprivado de sueño y le es recomendado evitar todas las conductas que habitualmente utiliza para aliviar y descargar la tensión (ver televisión, comer, hablar por teléfono, etc.). A esto le sigue un período de tres semanas de intensiva terapia individual, en el cual la disponibilidad del terapeuta asignado es total. La persona misma decide cuánto tiempo del día dedica al trabajo terapéutico que, por lo común, se traduce en sesiones de entre dos y tres horas. En el caso ideal, el paciente abandona en esta etapa del tratamiento todas sus actividades cotidianas, como su trabajo o sus estudios. A estas tres semanas le sigue una etapa de varios meses, que puede alargarse por varios años, de terapia en grupo, con la posibilidad de acceder a sesiones individuales cuando la persona lo sienta necesario.
Las sesiones se conducen en consultorios privados insonorizados, acolchados y semioscuros. El paciente se tiende sobre un diván o sobre el piso y se ubica en una posición corporal lo más indefensa posible, con la boca, los brazos y las piernas abiertas. Comienza hablando sobre lo que le nazca en ese minuto, mientras que el terapeuta busca signos observables que le indiquen la presencia de energía emocional y la actuación de mecanismos defensivos para suprimirla, tales como moverse, subir las rodillas, variaciones del tono de voz, utilizar lenguaje abstracto e indirecto, intelectualizar, fruncir el ceño, temblores sutiles y reír o bostezar en momentos cruciales (Janov, 1970; Barton, 1987). A la persona le son señaladas sus defensas, es animada a abandonarlas y alentada a permanecer con los sentimientos que están emergiendo, entregándose a ellos. Una vez que una emoción ha embargado al paciente, el rol del terapeuta consiste en apoyar o profundizar la expresión emocional con cualquier técnica que facilite el adentrarse en el dolor primal (respiración abdominal profunda, verbalización de los sentimientos, llamar o dialogar con los padres y otras más). A medida que el proceso terapéutico avanza, la persona es cada vez más capaz de sumergirse en sus sentimientos y requiere cada vez menos de intervenciones directas. La terapia grupal no es más que una continuación del trabajo individual y no es interactiva, exceptuando una breve instancia de compartir con los otros participantes las experiencias vividas al finalizar la sesión.
Uno de los conceptos clínicos más importantes que Janov ha elaborado es la llamada reacción primal. La reacción primal, un evento psicofisiológico, es una experiencia total con componentes físicos, emocionales e ideacionales que consiste en volver a experimentar una vivencia infantil significativa en el presente (Janov, 1970; Broder, 1976; Witty & Khamsi, 1995). Existen también reacciones preprimales, en las cuales se vivencian acontecimientos divorciados de su afecto correspondiente, y reacciones primales simbólicas, en las cuales se intensifica el componente físico de la experiencia en lugares que simbolizan la representación mental que se mantiene reprimida, pero no se establece una conexión consciente con el contenido psíquico. Estas reacciones son muchas veces necesarias, ya que la persona experimenta una parte de un sentimiento completo que sería demasiado doloroso de enfrentar de una sola vez. Mientras el organismo se acerca al dolor poco a poco, el simbolismo disminuye y el sentimiento deviene más pleno.
Las reacciones primales auténticas se caracterizan por: (1) la presencia de vocabulario infantil, sonidos de balbuceo o llanto infantil; (2) la pérdida del sentido del tiempo, aunque se conserva la consciencia de quién se es y dónde se está; y, (3) el hecho de que sentirse cada vez más cercano a la propia infancia da por resultado mayor madurez en el comportamiento (Janov, 1970; Witty & Khamsi, 1995). En ocasiones, pueden tardar semanas en producirse, pero cuando sobrevienen, parecen traer a la superficie otros recuerdos y llevar así a más reacciones primales, que comienzan a darse ahora dentro y fuera de las sesiones. Las experiencias tienden a hacerse cada vez más profundas y el paciente retrocede más y más hasta llegar a la escena primal principal, y posiblemente al trauma del nacimiento o a situaciones traumáticas aún anteriores. Durante la terapia primal, hay también fases en las cuales el organismo necesita descanso, integra material ya descubierto o encara defensas inflexibles. En este último caso, se le puede pedir a la persona que vuelva al aislamiento para debilitar sus mecanismos defensivos.
Según Janov, alrededor de los dieciocho meses del proceso terapéutico, la mayor parte de la conducta neurótica cesa y los resultados alcanzados se estabilizan, después de períodos en los cuales los síntomas fluctúan entre la remisión parcial y el agravarse por lapsos breves. Los recuerdos reales del paciente post-primal a menudo empiezan algunos meses más tarde que su nacimiento. Entre los cambios físicos que la terapia primal provoca, medidos y documentados de forma científica y rigurosa, se cuentan una baja permanente de la temperatura del cuerpo, la frecuencia cardíaca y los niveles de presión arterial, modificaciones en el perfil de las ondas cerebrales8 , un nuevo balance hormonal, una respiración menos superficial y cambios en el tono de voz (Janov, 1970, 2000; Holden, 1983). Han sido reportados además el incremento de la autenticidad en las relaciones interpersonales y un vínculo más realista con los propios padres.
Janov indica que la terapia primal transcurre de acuerdo a la siguiente secuencia: empieza por desenterrar la rabia que guardamos hacia nuestros padres, pasa por expresar el dolor emocional que se encuentra detrás de esa rabia y arriba en los sentimientos de deprivación que emanan directamente de las necesidades infantiles insatisfechas o, en otras palabras, en lo que con anterioridad hemos llamado la herida primal (Janov, 1970; Witty & Khamsi, 1995). Esta secuencia presentaría los hechos, tal como alguna vez sucedieron en nuestra infancia, a la inversa.
Críticas al modelo de Janov
Las críticas de las cuales ha sido objeto la terapia primal janoviana han sido muy variadas. A mi parecer, dos de ellas han sido las más fundamentales. Como era de esperar, la adhesión a un modelo médico que, por lo demás, reconoce tan sólo una única afección, la neurosis, ha sido uno de los puntos más débiles del modelo terapéutico de Janov. Los aspectos conflictivos del empleo de nociones como «paciente» para calificar a quien acude a terapia o el concepto de una «cura», imagen ingenua, simplista e idealista en el contexto de una cultura neurótica y que además implica la engañosa promesa de que es posible liberarse en definitiva del dolor primal, han sido señalados en repetidas ocasiones (Weiner, 1975; Broder, 1976; Khamsi, 1981, 1988; Rowan, 1988; Farrar, 1997). En segundo lugar, Janov ignora la relevancia de los procesos transferenciales y contratransferenciales del trabajo psicoterapéutico, llegando incluso a afirmar que los terapeutas entrenados por él no están expuestos a reacciones de contratransferencia porque han dejado de ser neuróticos. El uso de técnicas que involucran la relación del cliente con el terapeuta sólo es admitido cuando contribuye a explorar el dolor primal de la persona, y se considera que la relación terapéutica no es un ingrediente esencial en el éxito de la «cura». La negligencia de la importancia que el vínculo entre el terapeuta y su cliente tiene para el progreso del proceso primal ha sido criticada de manera casi unánime (Weiner, 1975; Broder, 1976; Khamsi, 1981, 1988; Rowan, 1988).
Más allá de estos dos grandes y significativos reparos, la versión janoviana de la teoría primal también ha sido evaluada. Por un lado, se ha dicho que la estructura de la teoría limita el rango de las experiencias que el cliente puede tener, ya que valora como medulares exclusivamente las reacciones primales dramáticas de dolor y de traumas de primera línea. Esto conlleva una especie de glorificación del dolor y la visión de que todo tipo de vivencias o sentimientos que no llevan a la descarga emocional, sean de alegría primal o de contenidos existenciales (por ejemplo, vinculados con el tema de la muerte) o transpersonales, son aún formas residuales de evitar el dolor primal por medio de la simbolización neurótica (Broder, 1976; Khamsi, 1981; Rowan, 1988; Farrar, 1997). Por otro lado, Janov ha sido acusado de omitir las contribuciones técnicas de enfoques terapéuticos paralelos y los aportes de los desarrollos teóricos contemporáneos que han indicado, al menos en parte, fenómenos similares a las observaciones del propio Janov- su terapia primal no es una innovación singular y aislada, impresión que transmite en sus escritos, sino que pertenece a un movimiento psicológico mucho más amplio que marcó su inicio en los años sesenta con las concepciones de Ronald Laing, Heinz Kohut, Donald Winnicott, Alice Miller y otros (Broder, 1976; Videgard, cit. en Khamsi, 1988).
Desde una perspectiva clínica, se han manifestado las siguientes opiniones: (1), lo importante durante el proceso terapéutico no es sentir el dolor primal, sino recuperar la capacidad general de sentir, para lo cual es necesario flexibilizar los valores represivos internalizados; (2), el dolor primal estará siempre en nosotros, por lo que el énfasis de la terapia debe estar sobre el hacerse consciente de nuestras necesidades presentes; (3), revivir las situaciones traumáticas de nuestra infancia sólo tiene sentido dentro de un contexto relacional de ser escuchado y aceptado; (4), la terapia primal sólo requiere de una teoría del trauma de la etiología y no de la terapia, es decir, no es necesario volver a experimentar las escenas primales traumáticas específicas, aún cuando éstas tengan relevancia etiológica; (5), la estructura de la terapia primal de Janov hace caso omiso de las diferencias individuales en cuanto a las necesidades insatisfechas; y (6), es preferible aceptar el ritmo de trabajo del cliente a forzar sus mecanismos de defensa (Broder, 1976; Khamsi, 1988; Farrar, 1997). Por último, se ha constatado que la terapia primal requiere de más tiempo que los dieciocho meses estipulados por Janov. Parece existir un primer período de «luna de miel» con rápidos avances en el proceso terapéutico, pero este ritmo de trabajo no permanece constante (Speyrer, b).
Muchos de los terapeutas desconformes con el acercamiento de Janov intentaron integrar, en su práctica, la terapia primal y las contribuciones de las psicologías humanista y transpersonal. Pretendieron, de esta manera, humanizar el enfoque janoviano y, literalmente, «centrarlo en el cliente» (Broder, 1976; Khamsi, 1988; Rowan, 1988). En lo que sigue, revisaremos las propiedades de la resultante integración primal.
Integración primal
La integración primal es una aproximación terapéutica primal no-directiva que fue desarrollada en Inglaterra en los años setenta, a partir del trabajo del psiquiatra Frank Lake y el psicoterapeuta William Swartley. Lake se había familiarizado con las regresiones pre- y perinatales durante sus investigaciones con LSD en contextos de terapia individual en la década de los años cincuenta, y algo más tarde había descubierto el trabajo corporal neoreichiano como forma de acceder a recuerdos primales profundos. Al mismo tiempo, tuvo contacto con el psicoanalista Donald Winnicott y la teoría psicoanalítica de las relaciones objetales. Cuando conoció a Swartley, bautizaron su enfoque terapéutico conjunto como integración primal y, poco después, fundaron la International Primal Association, dedicada a fomentar el intercambio entre los diversos practicantes de las psicoterapias regresivas y primales.
La integración primal no se dirige hacia la «cura» de un «paciente», sino hacia el crecimiento de una persona. Sus objetivos primordiales son la autoactualización y el establecimiento de un self real, metas que trata de alcanzar mediante la integración de los aspectos escindidos de la personalidad y el descubrimiento de las vivencias infantiles y los sentimientos primales que alguna vez fueron demasiado dolorosos para ser experimentados conscientemente (Broder, 1976; Rowan, 1988). Integración, en este contexto, se refiere al proceso que permite traducir la comprensión interna y los logros terapéuticos en acciones de la vida cotidiana. Sin ello, la persona no puede quedar libre para vivir desde el presente y hacerse responsable de sí misma. De modo secundario, se considera también como objetivo la emergencia de un self transpersonal, capaz de ser un testigo de la propia experiencia. En lo teórico, la integración primal hace suyos los trazos generales de la teoría primal, pero no excluye por ello la legitimidad de los contenidos de reacciones primales de alegría y de vivencias de naturaleza existencial o transpersonal (Broder, 1976; Rowan, 1988). Estos tipos de experiencias, al igual que el exponerse al dolor primal, nos conectan con nuestro self verdadero.
Varios terapeutas primales han construido modelos de las etapas dinámicas y superpuestas que dan cuenta del proceso de la terapia primal (Broder, 1976; Freundlich, cit. en Rowan, 1988; Witty & Khamsi, 1995; Rose, cit. en Witty & Khamsi, 1995). Estos modelos presentan grandes similitudes entre ellos, razón por la cual los resumiremos aquí de manera integrada. (1) Compromiso e iniciación. El cliente recibe información acerca de qué esperar en el proceso primal. Aprende a establecer contacto con su yo real y a sumergirse en sus sentimientos a pesar de los mecanismos defensivos. Pueden surgir dudas respecto del compromiso con la terapia. (2) Alienación. Sobrevienen sensaciones de soledad y separación de las otras personas y el falso self. Emergen preocupaciones respecto de si la propia terapia dará resultados o respecto de si se podrá soportarla hasta el final. (3) Desesperación. Surge la sensación de que nunca se experimentarán todos los sentimientos antiguos. Puede existir la fantasía de una reacción primal mágica que aliviará todo el dolor de una sola vez. (4) Aceptación. Se comienza a aceptar la dolorosa realidad de la propia infancia y las necesidades insatisfechas. Es expuesta la dinámica de la lucha neurótica y la terapia se hace parte integral de la propia vida. (5) Expansión. La persona se vuelca hacia su interior y descubre un gran poder personal. Alcanza una nueva sensación de responsabilidad sobre su vida y asume un rol más activo en la terapia. (6) Integración. Se adquiere la comprensión de que se puede sobrevivir por la propia cuenta y una gran consciencia de las propias necesidades. Se establecen relaciones entre las conductas actuales y sus orígenes primales. Se combaten los patrones neuróticos de comportamiento por iniciativa propia y se experimenta con reacciones nuevas a situaciones familiares. (7) Separación. Se inicia la separación de la terapia formal. El cliente debe sentir que es capaz de enfrentar los desafíos que le trae la vida. Mantiene sus sentimientos abiertos en el presente y cambia en su vida lo que le parece necesario.
Es importante que el terapeuta haya alcanzado cierto nivel de autenticidad personal y que pueda empatizar con la situación que vive el cliente. Debe ser además capaz de reconocer sus reacciones contratransferenciales y de trabajar desde su espontaneidad e intuición. Para llevar a cabo los procesos terapéuticos, cuenta con dos tipos de técnicas: aquellas que facilitan la abreacción emocional y aquellas que permiten la integración de los sucesos primales revividos. Entre las más utilizadas se encuentran los ejercicios de bioenergética, el trabajo corporal y el masaje de la coraza caracterológica, técnicas de respiración y rebirthing, Gestalt, psicodrama, imaginería, golpear cojines, repetir palabras como «mamá», llamar a los padres y técnicas de arteterapia (Broder, 1976; Rowan, 1988; Swartley, a). El trabajo de la integración primal no es sólo individual, sino que también hace uso de la terapia grupal basada en los grupos de encuentro. En total, es un enfoque ecléctico que utiliza cualquier medio disponible que al cliente le pueda servir en términos terapéuticos. Las sesiones tienden a ser largas, con el propósito de posibilitar la elaboración de todo el material que surge en el momento.
Los terapeutas que se dedican a la integración primal han llamado la atención sobre dos fenómenos clínicos que pueden producirse en la terapia. Han descrito la reacción pseudoprimal, en la cual el cliente precipita una reacción primal por pura fuerza de voluntad con efectos contraproducentes (Rowan, 1988), y han puesto al descubierto la posibilidad de que una persona se haga adicta a las experiencias primales catárticas y no integre sus vivencias, aferrándose al dolor por miedo a enfrentarse al presente y a lo desconocido (Rowan, 1988; Farrar, 1997). Como resulta evidente, estos fenómenos deben ser tomados en cuenta con el fin de no equivocarse a la hora de evaluar cómo hacer progresar a un cliente determinado. A veces, la persona necesita encarar su realidad presente antes o en vez de sumergirse en sus sentimientos primales, y también esta alternativa resulta factible aplicar desde el punto de vista de la integración primal.
El trabajo con el niño interno
El concepto del niño interior emergió, en un comienzo, del trabajo terapéutico con alcohólicos, hijos de alcohólicos y codependientes, y su empleo se ha ido extendiendo gradualmente hacia la mayoría de los diversos grupos de autoayuda. En el campo de la psicoterapia, han sido más que nadie los jungianos y terapeutas como John Bradshaw o Charles Whitfield, quienes han popularizado la imagen del niño interno herido, entendida como subpersonalidad arquetípica o biográfica (Jung, 1940; Frantz, 1985; Stein, 1987; Whitfield, 1987; Abrams, 1990; Sullwold, 1990; Branden, 1990; Bradshaw, 1990a, 1990b; Downing, 1991; von Franz, 1991).
El efecto que esta subpersonalidad provoca en nuestra vida adulta, es atribuido a la relación inconsciente que hemos sostenido con ella y al hecho de que nos hallamos por completo identificados con ella. El proceso terapéutico gira, en general, alrededor del reconocimiento de la existencia del niño interno herido y el establecimiento de una interacción consciente con él desde nuestro yo adulto. Dicho de otra manera, la psicoterapia nos ayuda a convertirnos en el padre o la madre del niño que en otra época fuimos, para así poder validar sus sentimientos, satisfacer sus necesidades insatisfechas y cuidarlo en el presente.
Bradshaw ha calificado su enfoque de trabajo del dolor original y lo ha estructurado en términos evolutivos (Bradshaw, 1990a). Es decir, el proceso consiste en recuperar el niño interno de cada una de las etapas que atravesamos en nuestro desarrollo (lactancia, período preescolar, período escolar, etc.), exceptuando el nacimiento y la vida prenatal, visión que hace de la sanación un asunto muy completo. Se ha basado en las teorías del psicoanalista Erik Erikson, quien considera que el ser humano debe aprender distintas tareas y habilidades en cada etapa del crecimiento vital, y así el cliente regresa a los diferentes momentos de su infancia para reparar las insuficiencias que le ha dejado cada uno de ellos. La persona debe primero recuperar su niño interno, para después defenderlo y enseñarle aquello que necesitaba pero no pudo aprender cuando su naturaleza lo exigía. El trabajo está focalizado, como todo acercamiento primal, sobre el legitimar el abuso del cual fuimos objeto, sentir las emociones que hemos estado reprimiendo y volver a experimentar los traumas infantiles. Una vez conectados y expresados los sentimientos primales, dejaríamos de contaminar nuestra vida actual con ellos.
Entre las técnicas que Bradshaw ha introducido en su trabajo, se encuentran recursos como recoger información acerca de la propia niñez con los parientes, observar niños reales, mirar fotografías de cuando éramos pequeños, escribir cartas desde nuestro yo adulto hacia el niño interno con nuestra mano dominante, y desde el niño interno hacia el adulto con la mano no-dominante, fantasías regresivas guiadas y técnicas de programación neurolingüística, ejercicios que pueden resultar muy poderosos para acceder al dolor primal. Bradshaw también ha expandido el alcance de sus concepciones a la terapia grupal. La propuesta de Charles Whitfield es casi idéntica a la que acabamos de exponer, con la excepción del enfoque evolutivo, motivo por el cual no la revisaremos aquí más de cerca.
Tanto en el trabajo de Bradshaw como en el de Whitfield, la espiritualidad asume una importante función en el proceso terapéutico de recuperación (Whitfield, 1987; Bradshaw, 1990a). A diferencia de los grupos de autoayuda, que abarcan más bien la creencia religiosa que la vivencia espiritual directa, en estos autores se trata de desarrollar efectivamente un yo observador que pueda contemplar al self real y al self irreal sin enjuiciar su comportamiento. Aún así, Whitfield destaca el peligro de que los clientes utilicen un falso yo observador, que más que actuar como testigo, emite juicios y distorsiona la experiencia (Whitfield, 1987).
Whitfield ha contribuido además a caracterizar al terapeuta primal. Cree necesario que éste (1) no haga promesas de curación rápida; (2) sea lo suficientemente firme como para lograr que su cliente haga su propio trabajo; (3) sea capaz de satisfacer algunas de las necesidades insatisfechas de la persona durante la sesión (ser escuchado, reflejo, seguridad, respeto, aceptación, etc.); (4) apoye y estimule a su cliente a encontrar fuentes de satisfacción para sus carencias fuera del marco formal de la terapia; (5) haya sanado, al menos en parte, a su propio niño interno; y (6) no utilice a las personas para satisfacer sus propias necesidades insatisfechas (Whitfield, 1987).
El proceso Hoffman de la Cuadrinidad
El proceso Hoffman de la Cuadrinidad fue ideado por Bob Hoffman en 1967 con el propósito de deshacernos de la programación negativa que proviene de nuestra infancia y de integrar nuestra Cuadrinidad, compuesta por nuestro cuerpo, nuestras emociones, nuestro intelecto y nuestro espíritu, en una armónica unidad en el presente (Hoffman, 1991). En ese entonces, el proceso tenía una estructura de trece semanas, con una sesión grupal semanal de tres a cinco horas y tareas para realizar durante el resto de la semana. Se agregaban, para ciertos participantes, sesiones individuales adicionales. En 1985, Hoffman condensó el programa entero en una experiencia estructurada de siete días, en un lugar aislado, pero ha ido experimentando con duraciones variables.
La primera fase del proceso consiste en expresar las intensas emociones reprimidas que albergamos hacia nuestros padres, comprender a continuación que éstos actuaron como lo hicieron por lo que vivieron en su propia niñez y, finalmente, perdonarles el daño que nos ocasionaron. En la segunda fase, el cliente trabaja en resolver el conflicto interno permanente que sostienen algunos de los aspectos de la Cuadrinidad, en particular las facetas emocional e intelectual. La última fase se relaciona con la rendición del yo emocional y el yo mental, una vez conciliados, ante el yo espiritual y la integración de todos los aspectos. Las heridas infantiles abiertas durante el proceso son curadas y cerradas de manera simbólica.
Desde el punto de vista técnico, el proceso Hoffman hace uso de las formas más conocidas para facilitar la descarga emocional (golpear cojines, gritar, etc.), del escribir autobiografías emocionales, del diálogo interno con nuestros padres y de fantasías y visualizaciones guiadas. Estas últimas herramientas incluyen alusiones explícitas a ciertos elementos característicos de las experiencias transpersonales y, con ello, oportunidades para experimentarlas en persona. El contacto con la Luz, metáfora de nuestro origen espiritual, es considerado esencial para permitir el abandono de nuestra programación conductual negativa y una transformación duradera de la personalidad.
Como puede verse, este acercamiento a la terapia primal no es en esencia distinto de aquellos que ya hemos descrito. Sin embargo, Hoffman hace un gran aporte cuando reconoce y subraya un asunto de gran significación para el psicoterapeuta: los patrones neuróticos de comportamiento no desaparecen automáticamente cuando hemos recuperado nuestros sentimientos primales (Hoffman, 1991). Hace falta mucha paciencia para estar alerta a las situaciones cotidianas que los gatillan y sustituirlos por acciones conscientes cada vez que nos damos cuenta de que están comenzando a interferir con nuestra capacidad de responder con espontaneidad a los eventos de nuestra vida diaria. Estas ideas cobran una importancia capital en la última variante de la terapia primal que examinaremos.
Descondicionamiento primal
El planteamiento básico del descondicionamiento primal, una línea del trabajo terapéutico primal que se desarrolló a partir del encuentro entre un grupo de terapeutas occidentales y el maestro espiritual Bhagwan Shree Rajneesh (más tarde conocido como Osho) en los años setenta, es que, en esencia, las situaciones traumatizantes de nuestra infancia y sus múltiples secuelas no son una parte definitoria de nuestra identidad más profunda. Es la identificación de nuestra consciencia con el dolor de nuestro niño herido y con una imagen de nosotros mismos que interiorizamos en nuestra niñez, la que ahora nos impide vivir y relacionarnos desde nuestro potencial para la autenticidad (Krishnananda, 1999; Svarup & Premartha, 1999). El proceso terapéutico del descondicionamiento primal, en consecuencia, actúa en dos niveles y con dos metodologías diferentes. En un primer nivel, las técnicas psicoterapéuticas expanden nuestra capacidad de darnos cuenta de que, en efecto, estamos íntimamente identificados con nuestro dolor primal y nuestros condicionamientos. Nos permiten, además, explorar en detalle tanto nuestras emociones reprimidas como el funcionamiento de las estrategias defensivas que hemos adoptado para proteger nuestra vulnerabilidad. Y, en un segundo nivel, las técnicas de meditación aceleran y colaboran con las tareas del primer nivel, mientras nos posibilitan el acceso a los procesos de desidentificación que, en última instancia, nos liberarán de los fragmentos del pasado que andamos acarreando.
Según Krishnananda, existe, aún más sumergido que nuestro verdadero self, un núcleo interno de meditación que representa un estado transpersonal de unidad con la Existencia y de desidentificación de la personalidad. El trabajo que ha creado lleva a las personas desde la incursión en la capa de extrema vulnerabilidad del yo real y los sentimientos primales, a través del reconocimiento de las formas en que nuestra capa de protección o falso self impide que nos mantengamos abiertos, hacia la sede del yo observador o testigo. Sostiene que el descondicionamiento primal requiere de una atmósfera muy particular de comprensión y aceptación, de compromiso, de atención al cuerpo y las señales que nos manda y de confianza en nuestra intuición. El juicio y la presión deberían estar ausentes. Sin esta atmósfera, nos cerramos y evitamos la única manera que tenemos de sanarnos: sentir lo que nos está ocurriendo y estar con ello, aún cuando o sobre todo cuando sea doloroso y el miedo amenace con sobrepasarnos.
El proceso cuenta con una parte activa, relacionada con el exponernos, el ser honestos y el tomar riesgos que desafían nuestras conductas habituales de compensación, y una parte pasiva, vinculada con el desarrollo de la capacidad de observar nuestra experiencia desapegadamente, pero sin reprimirla (Krishnananda, 1998). Esta habilidad contribuye de varias maneras a nuestra sanación. En primer lugar, nos permite permanecer con los sentimientos de miedo, vergüenza, shock y abandono que hemos rehusado experimentar durante toda nuestra vida, a medida que surgen a la superficie. En segundo lugar, nos entrega comprensión, aceptación y presencia, ingredientes fundamentales para no enjuiciar aquello que nos está sucediendo. Y, quizás lo más imprescindible, trae consigo la paciencia y la confianza necesarias para percibir que los cambios son lentos y que el proceso de curación del niño herido es muy sutil.
Al principio, la catarsis puede ser un medio adecuado para comenzar a establecer nuestra capacidad de sentir y expresar emociones. Sin embargo, una vez llegado ese punto, el foco se vuelca sobre nuestras relaciones interpersonales, en el presente, porque cualquier circunstancia puede hacer emerger sentimientos primales y nos sirve para profundizar en nosotros mismos. No es indispensable regresar a nuestros traumas infantiles originales. Nuestra consciencia o nuestro estado de alerta respecto de cómo nos afectan los acontecimientos diarios se vuelve nuestra herramienta de trabajo. De él depende cuál de las dos alternativas que tenemos, reaccionar o sentir, dominará cada situación que enfrentamos. No obstante, una vez que hemos vivenciado con intensidad nuestras heridas primales de vacío, abandono, shock, vergüenza y desconfianza, en algún momento debemos desidentificarnos de ellas (Krishnananda, 1999). El dolor siempre estará ahí y, si nos identificamos con él, lo volveremos a sentir cada vez.
Las publicaciones de Krishnananda no reflejan la intención de delinear un proceso psicoterapéutico sistemático y plantean más bien una invitación a crecer como personas tomando consciencia y responsabilidad sobre nosotros mismos en el presente, en nuestra vida cotidiana, sin la ayuda de un terapeuta profesional. Krishnananda dirige talleres terapéuticos, pero carezco de la información necesaria para ofrecer una descripción fidedigna de cómo trabaja.
Por el contrario, la propuesta Twice born [Nacer por segunda vez] de los terapeutas Svarup y Premartha es un proceso primal muy estructurado, con un enfoque evolutivo similar al utilizado por John Bradshaw pero más inclusivo (contempla el nacimiento, el período prenatal y la concepción). Está compuesto por diez sesiones y los participantes reciben tareas para realizar en el tiempo entre las sesiones por su propia cuenta. Lo anuncian como viaje «de lo condicionado al ser», en el cual tomamos consciencia de nuestros condicionamientos infantiles y recuperamos la conexión con el niño interno, cuyas heridas debemos sanar y cuya individualidad debemos reclamar (Svarup & Premartha, 1999).
La vivencia total trata áreas temáticas como los orígenes de la identidad sexual, los roles que asumimos en el seno de nuestra familia y la influencia que ejerce nuestro nombre sobre nosotros. De acuerdo al tema abarcado en la sesión, las técnicas varían desde regresiones guiadas, Gestalt y Pulsation (tipo de terapia corporal neoreichiana), hasta constelaciones familiares, llevar un diario de vida y rebirthing. Incorpora la dimensión transpersonal introduciendo técnicas de meditación enseñadas por Bhagwan Shree Rajneesh que complementan los elementos más psicoterapéuticos. El terapeuta es visualizado como compañero que comparte su propia experiencia personal y le corresponde apoyar y validar lo que le sucede al cliente. La relación terapéutica está basada en la amabilidad y la honestidad.
El descondicionamiento primal, por lo general, es conducido dentro de contextos grupales por medio de talleres [workshops]. En su visión de la terapia primal, está implícita la idea de que las personas que acuden a sus talleres no sólo buscan autorrealizarse en el ámbito personal, sino también saciar su anhelo de autotrascendencia. Al transmitirles la meditación y la expansión de la consciencia como estrategia creativa, novedosa y efectiva para enfrentar sus dificultades vitales, se les está entregando, al mismo tiempo, una forma de seguir creciendo día a día a través del estar tan presente como sea posible en cada momento.
Nota sobre la profilaxis prenatal y la terapia primal con niños
No es sorprendente que puedan desprenderse de la teoría primal una interesante serie de aplicaciones prácticas en torno a las áreas de la profilaxis prenatal y la terapia primal con niños. La terapia primal ha proporcionado pruebas de la existencia de los traumas prenatales y las investigaciones médicas han demostrado de manera empírica la gran sensibilidad del feto frente a su entorno intrauterino y las condiciones extrauterinas que lo rodean (Verny & Kelly, 1981; Chamberlain, 1990; Janus, 1991; Emerson, 1996). En este sentido, el niño no nacido puede beneficiarse mucho de intervenciones cuasi terapéuticas como la educación de la madre acerca de la vida y las experiencias prenatales, las formas más simples de establecer un vínculo con su hijo durante el embarazo y el efecto nocivo de ciertas conductas para el feto (fumar, ingerir drogas, etc.). También es posible elaborar en un proceso psicoterapéutico las emociones conflictivas de los padres hacia su futuro bebé, con el fin de evitarle a éste las repercusiones traumáticas que tales sentimientos tienden a manifestar. Como éstas, pueden ser creadas y estudiadas muchas otras posibilidades profilácticas que contribuyan a la «salud primal».
William Emerson ha sido el pionero de la utilización de la terapia primal en la infancia. Según él, el tratamiento temprano de los traumas pre- y perinatales adquiere una importancia crucial porque permite eludir la enorme contaminación que los eventos traumáticos normalmente introducen en el desarrollo subsiguiente. Relata haber tratado con éxito desórdenes conductuales (dificultades para dormir y comer, fobias, hiperactividad, irritabilidad, etc.), trastornos del ánimo (aislamiento, ansiedad, depresión, etc.) e incluso problemas médicos (bronquitis, asma, hipotiroidismo, diarrea y eczemas), por medio de un enfoque no-verbal que ocupa la simulación física de las condiciones traumatizantes para producir la descarga fisiológica y emocional, y así lograr la integración (Emerson, 1987, 1994, 1996).
Palabras finales y conclusión
Las limitaciones de espacio que me he impuesto me han impedido incluir una gran cantidad de aportes más específicos a la teoría primal, sobre todo relacionadas con la psicología pre- y perinatal, como la teoría de las matrices perinatales de Stan Grof y una serie de estudios que ahondan en los pormenores de la vida uterina. He omitido también la exposición tanto de ciertas aproximaciones terapéuticas autónomas como el rebirthing, la respiración holotrópica y la psicoterapia que se apoya en el uso adjunto de la hipnosis o sustancias como el LSD, aún cuando pueden ser consideradas dentro del espectro de las terapias de orientación primal, y de algunas contribuciones clínicas que no alcanzan a constituir un enfoque por derecho propio. Sugiero al lector intrigado consultar la extensa bibliografía que figura al final de este trabajo.
Podría quedar la sensación de que, de todo lo dicho, no hay nada que sea realmente novedoso. De alguna u otra manera, la teoría primal ha estado siempre implícita en las concepciones generales y compartidas por las diferentes vertientes de la psicología y la psicoterapia. A decir verdad, la teoría y la terapia primales sólo han vuelto a recordarnos lo que incluso el conocimiento popular ha sabido desde hace mucho. Lo que nos rodea nos afecta, y más que nunca en nuestra niñez. Sin embargo, el lugar que le otorgan a la infancia en cuanto determinante de la conducta adulta y las prácticas que sus representantes han desarrollado para generar procesos terapéuticos, son únicos.
Mis propias experiencias con diversos acercamientos a la terapia me han convencido de que el trabajo primal es profundo, transformador, y de que sus resultados resisten el paso del tiempo- al menos así ha sido para mí. Una vez comenzado, parece difícil volver a abandonarlo y eliminarlo de nuestra vida diaria. La recuperación de nuestra capacidad de sentir, propósito principal de la terapia primal en cualquiera de sus variantes, quizás sea el regalo más hermoso que se le puede hacer a alguien. En ocasiones, una parte mía se cuestiona incrédula la intensidad emocional que las vivencias primales traen al presente y la influencia categórica sobre mi comportamiento actual que deriva de ellas. Pero cuando tomo consciencia de que esto está sucediendo, sé que me he alejado una vez más de mis sentimientos e intento volver a ellos.
Mis investigaciones acerca de la terapia y la teoría primales han constituido un poderoso y largo proceso personal de descubrimiento interno, de modo paralelo intelectual y experiencial, que empezó por la vivencia directa y terminó por la comprensión teórica. Mucho de lo que he leído ha ido resonando con mis heridas infantiles recién abiertas, posibilitándome así explorar más y más mi dolor primal reprimido y entender sus orígenes. En el camino, me he ido encontrando con muchas resistencias interiores. Por un lado, me quiero liberar de mi dolor y sus irresistibles efectos, pero, por otro lado, el miedo a sumergirme en él y a renunciar a mi identificación con él me obstaculizan el desprenderme conscientemente de los aspectos penosos de mi historia de vida. Muchas veces prefiero ignorar los sentimientos primales que surgen con las situaciones cotidianas, mas pareciera que ya no desaparecen hasta que les conceda el espacio que reclaman. Después de haber recobrado mi capacidad de sentir, ahora mi trabajo se vincula cada vez más con el desarrollo de la habilidad de permanecer alerta, vulnerable y receptivo para experimentar las emociones que emerjan de manera natural en el transcurso de mis relaciones interpersonales.
Comprendo que la terapia primal no es la forma más indicada de abordar las dificultades psicológicas para cualquier persona. Para quien no esté seducido por la perspectiva de una verdadera transformación personal, que implica en momentos desatender la comodidad a la que tanto nos aferramos y dejar reinar la incertidumbre, el miedo y el dolor, el enfoque primal puede ser demasiado intensivo y desgastador en términos emocionales. Optar por otro tipo de psicoterapia es una elección completamente legítima. La diferencia se plasma en los resultados. De entre las personas que conozco que han atravesado o procesos psicoterapéuticos más convencionales o procesos psicoterapéuticos primales, el nivel de profundidad del cambio no es comparable. Mientras los primeros parecen haber adecuado su funcionamiento habitual, los segundos parecen haberse transformado. Han dejado de ser los mismos, para ser más totales y más integrados. Aunque a nuestra mente le cueste concebir que experimentar nuestro dolor es una de las experiencias más sanadoras que existen, así se puede comprobar en la realidad de la praxis terapéutica. Al recuperar la posibilidad de vivenciar el dolor, reparamos también nuestra capacidad de sentir con plenitud la alegría y la felicidad. Darnos cuenta de la verdad de esta paradoja y actuar en consecuencia, es uno de los primeros pasos hacia nuestra curación.
Una de las cuestiones más conflictivas que pueden aparecer en el trabajo primal, es el apego al dolor de nuestra niñez y la resistencia a desidentificarnos de nuestro niño interno herido. Lo he vivido y todavía sigo lidiando con este aspecto de mi personalidad. Aceptar el hecho existencial de que ya no somos el niño que alguna vez fue vulnerado, sino un adulto que fue lastimado cuando era un niño, puede ser una tarea ardua porque significa, entre otras cosas, enfrentar la inevitabilidad del hacernos responsables de nuestras propias vidas. Continuar siendo psicológicamente un niño nos ofrece la ventaja de poder evadir esta responsabilidad y vivir envueltos en la esperanza de que, en algún momento, se asomará alguien que se hará cargo de nosotros y nuestras necesidades infantiles insatisfechas. Pero la verdad es que esto nunca acontecerá. Y, con el tiempo, será necesario afrontar esta situación si queremos seguir creciendo.
Como hemos mencionado, recreamos con las figuras actuales de autoridad y en nuestras relaciones más cercanas de manera continua las circunstancias biográficas que en nuestra infancia nos traumatizaron. ¿Por qué? Porque ese es el modo que utiliza nuestro organismo para indicarnos que allí hay algo que pide ser traído a nuestra consciencia, resuelto e integrado para poder continuar nuestro desarrollo. Depende de nosotros aprovechar esas oportunidades para actualizar nuestro potencial como seres humanos o desecharlas y persistir en nuestra inconsciencia. Cada vez, en cada instante, depende de nosotros y de nadie más.
Carl Jung creía que la aparición de la imagen del niño o, lo que es lo mismo, el contacto con nuestras vivencias primales, presagia la transformación y la renovación de nuestra personalidad. Aflora cuando hemos perdido la conexión con nuestras raíces y anticipa, a la vez, la síntesis de los elementos conscientes e inconscientes de nuestra psique. En Oriente y en el Zaratustra de Friedrich Nietzsche, la misma imagen representa el renacimiento del adulto a un estado superior de consciencia, lleno de vida y éxtasis. Tomando esto en consideración, la terapia primal, un trabajo que evoca al niño que aún nos habita, nos puede encaminar hacia la individuación y la expansión de nuestro ser, hacia el proceso de convertirnos en el individuo que estamos destinados a ser.
Por André Sassenfeld J.